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Novela: "Maravilloso Desastre"
Capítulo 74: "EPÍLOGO"
Peter me apretó la mano mientras yo
aguantaba la respiración. Intenté mantener una expresión tranquila, pero cuando
me encogí me apretó con más fuerza. Algunas partes del techo blanco estaban
salpicadas de manchas de humedad. Aparte de eso, la habitación estaba
inmaculada. Ni desorden, ni utensilios
fuera de su sitio. Todo se encontraba en su lugar, lo que me hizo sentir
moderadamente cómoda con la situación. Había tomado la decisión, y la llevaría
hasta el final.
—Nena… —dijo Peter, con cara de sufrimiento.
—Puedo hacerlo —dije, mirando las manchas
del techo.
Di un respingo cuando las puntas de
unos dedos me
tocaron la piel,
pero intenté no
ponerme tensa. Cuando el zumbido
empezó, la preocupación se hizo evidente en los ojos de Peter.
—Paloma —empezó Peter, pero sacudí la cabeza
con displicencia.
—Vale. Estoy lista.
Sujeté el teléfono lejos de la oreja,
poniendo una mueca de disgusto tanto por el dolor como por la inevitable
bronca.
—¡Yo te mato, Lali Esposito! —gritó Cande—.
¡Te mato!
—Técnicamente, ahora soy Lali Lanzani—dije,
sonriendo a mi nuevo marido.
—¡No es justo! —se quejó. El enfado era
evidente en su voz—. Se suponía que iba a ser tu dama de honor! ¡Tenía que ir a
comprar el vestido contigo, organizarte una despedida de soltera y coger tu
ramo!
—Lo sé —dije, viendo que la sonrisa de Peter
se desvanecía cuando volví a poner cara de dolor.
—No tienes por qué hacer esto, lo sabes,
¿no? —dijo él, juntando las cejas.
Le apreté los dedos con la mano que tenía
libre.
—Lo sé.
—¡Eso ya lo has dicho! —espetó Cande.
—No hablo contigo.
—Oh, desde luego que sí que vas a hablar
conmigo —dijo furiosa—. Vas a hablar conmigo largo y tendido. Nunca voy a dejar
de recordártelo, ¿me oyes? ¡Nunca jamás te perdonaré!
—Pues claro que lo harás.
—¡Eres…! ¡Eres…! ¡Eres simplemente malvada,
Lali! ¡Eres una amiga íntima horrible!
Me reí, empujando al hombre que estaba
sentado a mi lado.
—No se mueva, señora Lanzani.
—Lo siento —dije.
—¿Quién era ese? —soltó Cande.
—Era Griffin.
—¿Quién
demonios es Griffin?
Deja que lo
adivine, ¿has invitado
a un completo
desconocido a tu boda y no a tu mejor amiga?—Su voz se
volvía más aguda con cada pregunta.
—No. No ha estado en la boda —dije,
aguantando la respiración.
Peter suspiró y se movió nervioso en la
silla, apretándome la mano.
—Se supone que soy yo la que tiene que hacer
eso, ¿recuerdas? —dije, sonriéndole a pesar del dolor.
—Lo siento. No creo que pueda aguantarlo
—dijo él, con la voz llena de angustia. Relajó la mano y miró a Griffin—. Date
prisa, ¿quieres?
Griffin sacudió la cabeza.
—Cubierto de tatuajes y no puede aguantar
que su novia se ponga una simple frase. Habré acabado dentro de un minuto, tío.
Peter frunció más el ceño.
—Mujer. Es mi mujer.
Cande ahogó un grito cuando por fin
comprendió la conversación.
—¿Te estás haciendo un tatuaje? ¿Qué te está
pasando, Lali? ¿Respiraste vapores tóxicos en ese incendio?
Bajé la mirada al estómago para ver el
borrón que me llegaba justo hasta la cadera y sonreí.
—Peter lleva mi nombre en la muñeca.—Contuve
de nuevo la respiración cuando el zumbido prosiguió. Griffin secó la tinta de
mi piel y volvió a empezar. Solo podía hablar entre dientes—. Estamos casados.
Yo también quería algo.
Peter sacudió la cabeza.
—No tenías por qué.
Entrecerré los ojos.
—No vuelvas a empezar. Ya lo hemos hablado.
Cande soltó una carcajada.
—Te has vuelto loca. Te ingresaré en el
manicomio cuando llegues a casa. —Su voz seguía siendo penetrante y exacerbada.
—No es ninguna locura. Nos queremos y hemos
estado viviendo juntos a temporadas todo el año. Así que ¿por qué no?
—¡Porque tienes diecinueve años, idiota!
¡Porque te escapaste
de casa y
no se lo dijiste
a nadie, y porque no estoy allí!
—gritó ella.
—Lo siento, Can. Tengo que dejarte. Nos
vemos mañana, ¿vale?
—¡No sé si quiero verte mañana! ¡No sé si
quiero volver a ver a Peter! —dijo desdeñosa.
—Nos vemos mañana, Can. Sabes que quieres
ver mi anillo.
—Y tu tatuaje —dijo. En su voz se notaba que
estaba sonriendo.
Cerré el teléfono y se lo di a Peter. El
zumbido volvió a empezar y me concentré en la sensación
ardiente,
a la que
siguió el dulce
segundo de alivio
mientras me secaba
el exceso de
tinta. Peter se guardó mi teléfono en el bolsillo, me
cogió la mano con las dos suyas y se agachó para apoyar su frente en la mía.
—¿Alucinaste tanto cuando te hiciste los
tatuajes? —le pregunté, sonriendo por la expresión de dolor de su cara.
Se revolvió inquieto; parecía sentir mi
dolor mil veces más que yo.
—Eh…, no. Esto es diferente. Es mucho, mucho
peor.
—¡Listo! —dijo Griffin con tanto alivio en
su voz como transmitía la cara de Peter.
Dejé caer la cabeza hacia atrás sobre la
silla.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró
Peter, dándome palmaditas en la mano.
Bajé la mirada hacia las preciosas líneas
tatuadas sobre la piel roja e irritada:
Señora Lanzani
—Guau —dije, levantándome sobre los codos
para verlo mejor.
El ceño fruncido de Peter se convirtió
inmediatamente en una sonrisa triunfal.
—Es precioso.
Griffin sacudió la cabeza.
—Si me dieran un dólar por cada hombre
tatuado y recién casado que ha traído a su mujer aquí y se lo ha tomado peor
que ella…, bueno, no tendría que volver a tatuar a nadie nunca más.
—Dime simplemente cuánto te debo, listillo
—masculló Peter.
—Te haré la cuenta en el mostrador —dijo
Griffin.
Se notaba que le había hecho gracia la
respuesta de Peter.
Miré el cromo reluciente y los pósteres de
ejemplos de tatuajes que había a mi alrededor, en las paredes, y luego bajé la
vista a mi estómago. Mi nuevo apellido brillaba en letras negras, gruesas y elegantes. Peter me observaba orgulloso y
después miró su alianza de titanio.
—Lo hemos hecho, nena —dijo en voz baja—.
Todavía no me creo que seas mi mujer.
—Pues créetelo —dije, sonriendo.
Me
ayudó a levantarme
de la silla
y me apoyé
sobre el lado
derecho, consciente de que, con
cada movimiento, los vaqueros
me rozaban la
piel irritada. Peter sacó su
cartera y firmó
rápidamente el recibo antes de
llevarme de la mano al taxi que esperaba fuera. Mi móvil volvió a sonar, pero
cuando vi que era Cande no respondí.
—Va a hacer que nos sintamos muy culpables
por esto, ¿no? —dijo Peter con mala cara.
—Hará pucheros durante veinticuatro horas
después de ver las fotos, y luego lo superará.
Peter me lanzó una sonrisa traviesa.
—¿Estás segura de eso, señora Lanzani?
—¿Vas a dejar de llamarme así en algún
momento? Lo has dicho cien veces desde que salimos de la capilla.
Él dijo que no con la cabeza mientras
mantenía abierta la puerta del taxi para mí.
—Dejaré de llamarte eso cuando me acabe de
creer que es real.
—Oh,
es totalmente real
—dije, deslizándome en
medio del asiento
para hacer sitio—.
Tengo recuerdos de la noche de bodas que lo demuestran.
Se inclinó hacia mí y me recorrió el cuello
con la nariz, hasta que llegó a mi oreja.
—Desde luego que sí.
—Ay… —grité cuando se apoyó en mi vendaje.
—Oh, mierda, lo siento, Paloma.
—Te perdono —dije con una sonrisa.
Fuimos hasta el aeropuerto cogidos de la
mano; cuando veía a Peter mirar su alianza sin reparos, no podía evitar
sonreír. Sus ojos tenían la expresión pacífica a la que me estaba
acostumbrando.
—Cuando volvamos al apartamento, creo que
por fin lo asimilaré y dejaré de comportarme como un capullo.
—¿Me lo prometes? —sonreí.
Me besó la mano y después la meció sobre su
regazo entre las palmas de las manos.
—No.
Me reí y apoyé la cabeza en su hombro hasta
que el taxi se detuvo delante del aeropuerto. Mi móvil volvió a sonar, y en la
pantalla apareció de nuevo el nombre de Cande.
—Es
implacable. Déjame hablar
con ella —dijo Peter,
tendiéndome la mano
para que le
diera el teléfono.
—¿Diga?
—dijo él, esperando
el chillido agudo
al otro lado
de la línea.
Entonces, esbozó una sonrisa—. Porque soy su marido. Ahora
puedo responder sus llamadas. —Me miró de reojo y abrió la puerta del
taxi, ofreciéndome la
mano—. Estamos en
el aeropuerto, Cande. ¿Por
qué no vienes
con Agus a recogernos y así podrás gritarnos a los dos de camino a casa?
Sí, durante todo el trayecto hasta casa. Deberíamos llegar alrededor de las
tres. Muy bien, Can. Nos vemos entonces. —Torció el gesto por sus palabras
cortantes y entonces me entregó el teléfono—. No exagerabas. Está cabreada.
Dio la propina al conductor y después se
echó su bolsa sobre el hombro y sacó el asa de mi maleta de ruedas. Sus brazos
tatuados se tensaron mientras tiraba de mi equipaje y alargaba el brazo para
cogerme de la mano.
—No
me puedo creer
que le dieras
carta blanca para
gritarnos durante una
hora entera —dije, siguiéndolo por la puerta giratoria.
—No creerás de verdad que voy a dejar que
grite a mi mujer, ¿no?
—Se te ve muy cómodo con ese término.
—Supongo
que va siendo
hora de que
lo admita. Sabía
que ibas a
ser mi mujer
desde el mismo instante en que te conocí. Tampoco te
voy a mentir: he estado esperando que llegara el día en que pudiera decirlo…,
así que voy a abusar del tratamiento. Deberías ir haciéndote a la idea.
Lo dijo con tanta naturalidad como si fuera
un discurso que hubiera practicado. Le respondí con una carcajada y apretándole
la mano.
—No me molesta.
Me miró por el rabillo del ojo.
—¿No?
Negué con la cabeza y me acercó a él para
besarme la mejilla.
—Bien. Te vas a hartar de oírlo durante los
próximos meses, pero dame algo de margen, ¿vale?
Lo seguí por los pasillos, las escaleras
mecánicas y las colas de los controles de seguridad. Al cruzar Peter el detector
de metales, se
disparó una alarma
estruendosa. Cuando el
guardia del aeropuerto
le pidió a Peter que se quitara el anillo, este puso cara seria.
—Yo se lo guardo, señor —dijo el oficial—.
Solo será un momento.
—A ella le he prometido que nunca me lo
quitaría —dijo Peter entre dientes.
El
oficial le tendió
la mano con
la palma hacia
arriba; se mostró
paciente e incluso debimos
de resultarle graciosos a juzgar por las arruguitas que se le formaron
en la piel de alrededor de los ojos.
Peter se
quitó el anillo
de mala gana
y lo dejó
en la mano
del guardia. Cuando
cruzó el arco
de seguridad, suspiró. La alarma no se había disparado, pero seguía
estando molesto. Yo pasé sin ninguna incidencia, después de entregar también mi
anillo. Peter seguía con cara de tensión, pero, cuando nos dejaron pasar,
relajó los hombros.
—No
pasa nada, cariño.
Vuelve a estar
en tu dedo
—dije, riéndome de
su reacción desproporcionada.
Me besó la frente y me acercó a su lado
mientras caminábamos por la terminal. Cuando vi la mirada de quienes pasaban a
nuestro lado, me pregunté si saltaba a la vista que estábamos recién casados, o
si simplemente se habían fijado en la ridícula sonrisa de Peter, que
contrastaba con la cabeza afeitada, los brazos tatuados y los músculos
protuberantes.
El
aeropuerto estaba lleno
de turistas emocionados,
del tintineo y los pitidos
de las máquinas tragaperras y de gente que caminaba
en todas las direcciones. Sonreí al ver a una pareja joven cogida de la mano:
parecían tan emocionados
como Peter y yo
cuando habíamos llegado.
No dudaba de
que se marcharían sintiendo la
misma mezcla de alivio y aturdimiento que me embargaba en ese momento.
En la terminal, repasé una revista y toqué
la rodilla de Peter con delicadeza. Detuvo el movimiento de la
pierna y sonreí,
sin levantar la
mirada de las
fotos de los
famosos. Algo le
preocupaba, pero esperaba que me
lo dijera, sabiendo que lo estaba resolviendo internamente. Después de unos
minutos, volvió a balancear la rodilla, pero en esta ocasión dejó de hacerlo
solo, y entonces, lentamente, se dejó caer en la silla.
—¿Paloma?
—¿Sí?
Pasaron unos minutos de silencio y,
entonces, suspiró.
—Nada.
El
tiempo pasó muy
rápido y parecía
que acabábamos de
sentarnos cuando anunciaron
que los pasajeros de
nuestro vuelo podían
embarcar. Se formó
rápidamente una cola,
nos levantamos y esperamos a que llegara nuestro turno de
enseñar los billetes y cruzar el largo pasillo hasta el avión que nos llevaría
a casa.
Peter dudó.
—Es que no puedo librarme de una sensación
—dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? ¿Tienes una mala
sensación? —pregunté, repentinamente nerviosa.
Se volvió hacia mí con mirada de
preocupación.
—Es
de locos, pero
tengo la sensación
de que, cuando
lleguemos a casa,
me despertaré. Como
si nada de esto fuera real.
Lo abracé por la cintura y le acaricié los
músculos de la espalda.
—¿Eso es lo que te preocupa?
Se miró la muñeca y luego la gruesa alianza
que llevaba en el dedo izquierdo.
—No puedo evitar tener la impresión de que
la burbuja va a estallar y de que me despertaré tumbado solo en la cama,
deseando que estés allí conmigo.
—¡Pero
qué voy a
hacer contigo, Peter! He
dejado a alguien
por ti dos
veces, he decidido
ir a Las Vegas contigo dos veces, literalmente he
estado en el infierno y he vuelto, me he casado contigo y me he tatuado tu
nombre. Se me acaban las ideas para demostrarte que soy tuya por completo.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Me encanta oírte decir eso.
—¿Que soy tuya? —pregunté. Me levanté de
puntillas y junté mis labios con los suyos—. Soy tuya. Soy la señora de Peter
Lanzani. Para siempre jamás.
Su ligera sonrisa se desvaneció cuando miró
la puerta de embarque y, después, a mí.
—Voy a fastidiarlo todo, Paloma. Te vas a
cansar de mis gilipolleces.
Me reí.
—Ya estoy harta de tus gilipolleces. Y aun
así me he casado contigo.
—Pensaba que cuando nos casáramos tendría
menos miedo de perderte, pero me da la impresión de que si subo a ese avión…
—¿Peter? Te amo. Vámonos a casa.
Levantó las cejas.
—No me dejarás, ¿verdad? Aunque sea un dolor
de muelas.
—He jurado delante de Dios, y de Elvis, que
estaría a tu lado, ¿no?
Su cara se iluminó un poco.
—Esto es para siempre, ¿verdad?
Levanté un extremo de la boca.
—¿Te sentirías mejor si hiciéramos una
apuesta?
Los
demás empezaron a
rodearnos, lentamente, sin
perder detalle de
nuestra ridícula conversación. Como antes,
era consciente de las miradas
curiosas, solo que
ahora era diferente.
Lo único en
lo que pensaba era en que la paz
volviera a los ojos de Peter.
—¿Qué tipo de marido sería si apostara en
contra de mi propio matrimonio?
Sonreí.
—Un marido estúpido. ¿No te acuerdas de que
tu padre te dijo que no apostaras contra mí?
Arqueó una ceja.
—¿Tan segura estás? ¿Estarías dispuesta a
jugarte algo?
Lo rodeé por el cuello con los brazos y
sonreí junto a sus labios.
—Me apostaría a mi primogénito. Mira si
estoy segura.
Y entonces la paz regresó.
—No puedes estarlo tanto —dijo él, sin
ansiedad alguna en la voz.
Arqueé una ceja y mi boca se levantó por el
mismo lado.
—¿Qué te apuestas?
Fin
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Me llamo Cielo, si quieren llámenme por mi nombre besos a todos!
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