Novelita Laliter

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jueves, 31 de octubre de 2013

Epílogo "Maravilloso Desastre"


LEER IMPORTANTE:
Gracias por sus felices cumples :D la pase increible gracias por sus capitulos de regalo :3 y por estar ahi muchachas sigan votando ya casi cierra votacion:  http://casijuegosca.blogspot.com.ar/2013/10/voten-por-la-proxima-novela_29.html
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Novela: "Maravilloso Desastre"
Capítulo 74: "EPÍLOGO"
Peter me apretó la mano mientras yo aguantaba la respiración. Intenté mantener una expresión tranquila, pero cuando me encogí me apretó con más fuerza. Algunas partes del techo blanco estaban salpicadas de manchas de humedad. Aparte de eso, la habitación estaba inmaculada. Ni desorden,  ni utensilios fuera de su sitio. Todo se encontraba en su lugar, lo que me hizo sentir moderadamente cómoda con la situación. Había tomado la decisión, y la llevaría hasta el final.
—Nena… —dijo Peter, con cara de sufrimiento.
—Puedo hacerlo —dije, mirando las manchas del techo.
Di un respingo cuando las puntas  de  unos  dedos  me  tocaron  la  piel,  pero  intenté  no  ponerme  tensa. Cuando el zumbido empezó, la preocupación se hizo evidente en los ojos de Peter.
—Paloma —empezó Peter, pero sacudí la cabeza con displicencia.
—Vale. Estoy lista.
Sujeté el teléfono lejos de la oreja, poniendo una mueca de disgusto tanto por el dolor como por la inevitable bronca.
—¡Yo te mato, Lali Esposito! —gritó Cande—. ¡Te mato!
—Técnicamente, ahora soy Lali Lanzani—dije, sonriendo a mi nuevo marido.
—¡No es justo! —se quejó. El enfado era evidente en su voz—. Se suponía que iba a ser tu dama de honor! ¡Tenía que ir a comprar el vestido contigo, organizarte una despedida de soltera y coger tu ramo!
—Lo sé —dije, viendo que la sonrisa de Peter se desvanecía cuando volví a poner cara de dolor.
—No tienes por qué hacer esto, lo sabes, ¿no? —dijo él, juntando las cejas.
Le apreté los dedos con la mano que tenía libre.
—Lo sé.
—¡Eso ya lo has dicho! —espetó Cande.
—No hablo contigo.
—Oh, desde luego que sí que vas a hablar conmigo —dijo furiosa—. Vas a hablar conmigo largo y tendido. Nunca voy a dejar de recordártelo, ¿me oyes? ¡Nunca jamás te perdonaré!
—Pues claro que lo harás.
—¡Eres…! ¡Eres…! ¡Eres simplemente malvada, Lali! ¡Eres una amiga íntima horrible!
Me reí, empujando al hombre que estaba sentado a mi lado.
—No se mueva, señora Lanzani.
—Lo siento —dije.
—¿Quién era ese? —soltó Cande.
—Era Griffin.
—¿Quién  demonios  es  Griffin?  Deja  que  lo  adivine,  ¿has  invitado  a  un  completo  desconocido  a  tu boda y no a tu mejor amiga?—Su voz se volvía más aguda con cada pregunta.
—No. No ha estado en la boda —dije, aguantando la respiración.
Peter suspiró y se movió nervioso en la silla, apretándome la mano.

—Se supone que soy yo la que tiene que hacer eso, ¿recuerdas? —dije, sonriéndole a pesar del dolor.
—Lo siento. No creo que pueda aguantarlo —dijo él, con la voz llena de angustia. Relajó la mano y miró a Griffin—. Date prisa, ¿quieres?
Griffin sacudió la cabeza.
—Cubierto de tatuajes y no puede aguantar que su novia se ponga una simple frase. Habré acabado dentro de un minuto, tío.
Peter frunció más el ceño.
—Mujer. Es mi mujer.
Cande ahogó un grito cuando por fin comprendió la conversación.
—¿Te estás haciendo un tatuaje? ¿Qué te está pasando, Lali? ¿Respiraste vapores tóxicos en ese incendio?
Bajé la mirada al estómago para ver el borrón que me llegaba justo hasta la cadera y sonreí.
—Peter lleva mi nombre en la muñeca.—Contuve de nuevo la respiración cuando el zumbido prosiguió. Griffin secó la tinta de mi piel y volvió a empezar. Solo podía hablar entre dientes—. Estamos casados. Yo también quería algo.
Peter sacudió la cabeza.
—No tenías por qué.
Entrecerré los ojos.
—No vuelvas a empezar. Ya lo hemos hablado.
Cande soltó una carcajada.
—Te has vuelto loca. Te ingresaré en el manicomio cuando llegues a casa. —Su voz seguía siendo penetrante y exacerbada.
—No es ninguna locura. Nos queremos y hemos estado viviendo juntos a temporadas todo el año. Así que ¿por qué no?
—¡Porque tienes diecinueve años, idiota! ¡Porque  te  escapaste  de  casa  y  no  se  lo  dijiste  a  nadie, y porque no estoy allí! —gritó ella.
—Lo siento, Can. Tengo que dejarte. Nos vemos mañana, ¿vale?
—¡No sé si quiero verte mañana! ¡No sé si quiero volver a ver a Peter! —dijo desdeñosa.
—Nos vemos mañana, Can. Sabes que quieres ver mi anillo.
—Y tu tatuaje —dijo. En su voz se notaba que estaba sonriendo.
Cerré el teléfono y se lo di a Peter. El zumbido volvió a empezar y me concentré en la sensación
ardiente,  a  la  que  siguió  el  dulce  segundo  de  alivio  mientras  me  secaba  el  exceso  de  tinta.  Peter  se guardó mi teléfono en el bolsillo, me cogió la mano con las dos suyas y se agachó para apoyar su frente en la mía.
—¿Alucinaste tanto cuando te hiciste los tatuajes? —le pregunté, sonriendo por la expresión de dolor de su cara.
Se revolvió inquieto; parecía sentir mi dolor mil veces más que yo.
—Eh…, no. Esto es diferente. Es mucho, mucho peor.
—¡Listo! —dijo Griffin con tanto alivio en su voz como transmitía la cara de Peter.
Dejé caer la cabeza hacia atrás sobre la silla.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —suspiró Peter, dándome palmaditas en la mano.
Bajé la mirada hacia las preciosas líneas tatuadas sobre la piel roja e irritada: 

Señora Lanzani

—Guau —dije, levantándome sobre los codos para verlo mejor.
El ceño fruncido de Peter se convirtió inmediatamente en una sonrisa triunfal.
—Es precioso.
Griffin sacudió la cabeza.
—Si me dieran un dólar por cada hombre tatuado y recién casado que ha traído a su mujer aquí y se lo ha tomado peor que ella…, bueno, no tendría que volver a tatuar a nadie nunca más.
—Dime simplemente cuánto te debo, listillo —masculló Peter.
—Te haré la cuenta en el mostrador —dijo Griffin.
Se notaba que le había hecho gracia la respuesta de Peter.
Miré el cromo reluciente y los pósteres de ejemplos de tatuajes que había a mi alrededor, en las paredes, y luego bajé la vista a mi estómago. Mi nuevo apellido brillaba en letras negras, gruesas  y elegantes. Peter me observaba orgulloso y después miró su alianza de titanio.
—Lo hemos hecho, nena —dijo en voz baja—. Todavía no me creo que seas mi mujer.
—Pues créetelo —dije, sonriendo.
Me  ayudó  a  levantarme  de  la  silla  y  me  apoyé  sobre  el  lado  derecho,  consciente  de  que,  con  cada movimiento,  los  vaqueros  me  rozaban  la  piel  irritada. Peter sacó  su  cartera  y  firmó  rápidamente  el recibo antes de llevarme de la mano al taxi que esperaba fuera. Mi móvil volvió a sonar, pero cuando vi que era Cande no respondí.
—Va a hacer que nos sintamos muy culpables por esto, ¿no? —dijo Peter con mala cara.
—Hará pucheros durante veinticuatro horas después de ver las fotos, y luego lo superará.
Peter me lanzó una sonrisa traviesa.
—¿Estás segura de eso, señora Lanzani?
—¿Vas a dejar de llamarme así en algún momento? Lo has dicho cien veces desde que salimos de la capilla.
Él dijo que no con la cabeza mientras mantenía abierta la puerta del taxi para mí.
—Dejaré de llamarte eso cuando me acabe de creer que es real.
—Oh,  es  totalmente  real  —dije,  deslizándome  en  medio  del  asiento  para  hacer  sitio—.  Tengo recuerdos de la noche de bodas que lo demuestran.
Se inclinó hacia mí y me recorrió el cuello con la nariz, hasta que llegó a mi oreja.
—Desde luego que sí.
—Ay… —grité cuando se apoyó en mi vendaje.
—Oh, mierda, lo siento, Paloma.
—Te perdono —dije con una sonrisa.
Fuimos hasta el aeropuerto cogidos de la mano; cuando veía a Peter mirar su alianza sin reparos, no podía evitar sonreír. Sus ojos tenían la expresión pacífica a la que me estaba acostumbrando.
—Cuando volvamos al apartamento, creo que por fin lo asimilaré y dejaré de comportarme como un capullo.
—¿Me lo prometes? —sonreí.
Me besó la mano y después la meció sobre su regazo entre las palmas de las manos.
—No.

Me reí y apoyé la cabeza en su hombro hasta que el taxi se detuvo delante del aeropuerto. Mi móvil volvió a sonar, y en la pantalla apareció de nuevo el nombre de Cande.
—Es  implacable.  Déjame  hablar  con  ella  —dijo Peter,  tendiéndome  la  mano  para  que  le  diera  el teléfono.
—¿Diga?  —dijo  él,  esperando  el  chillido  agudo  al  otro  lado  de  la  línea.  Entonces,  esbozó  una sonrisa—. Porque soy su marido. Ahora puedo responder sus llamadas. —Me miró de reojo y abrió la puerta  del  taxi,  ofreciéndome  la  mano—.  Estamos  en  el  aeropuerto, Cande.  ¿Por  qué  no  vienes  con Agus a recogernos y así podrás gritarnos a los dos de camino a casa? Sí, durante todo el trayecto hasta casa. Deberíamos llegar alrededor de las tres. Muy bien, Can. Nos vemos entonces. —Torció el gesto por sus palabras cortantes y entonces me entregó el teléfono—. No exagerabas. Está cabreada.
Dio la propina al conductor y después se echó su bolsa sobre el hombro y sacó el asa de mi maleta de ruedas. Sus brazos tatuados se tensaron mientras tiraba de mi equipaje y alargaba el brazo para cogerme de la mano.
—No  me  puedo  creer  que  le  dieras  carta  blanca  para  gritarnos  durante  una  hora  entera  —dije, siguiéndolo por la puerta giratoria.
—No creerás de verdad que voy a dejar que grite a mi mujer, ¿no?
—Se te ve muy cómodo con ese término.
—Supongo  que  va  siendo  hora  de  que  lo  admita.  Sabía  que  ibas  a  ser  mi  mujer  desde  el  mismo instante en que te conocí. Tampoco te voy a mentir: he estado esperando que llegara el día en que pudiera decirlo…, así que voy a abusar del tratamiento. Deberías ir haciéndote a la idea.
Lo dijo con tanta naturalidad como si fuera un discurso que hubiera practicado. Le respondí con una carcajada y apretándole la mano.
—No me molesta.
Me miró por el rabillo del ojo.
—¿No?
Negué con la cabeza y me acercó a él para besarme la mejilla.
—Bien. Te vas a hartar de oírlo durante los próximos meses, pero dame algo de margen, ¿vale?
Lo seguí por los pasillos, las escaleras mecánicas y las colas de los controles de seguridad. Al cruzar Peter el  detector  de  metales,  se  disparó  una  alarma  estruendosa.  Cuando  el  guardia  del  aeropuerto  le pidió a Peter que se quitara el anillo, este puso cara seria.
—Yo se lo guardo, señor —dijo el oficial—. Solo será un momento.
—A ella le he prometido que nunca me lo quitaría —dijo Peter entre dientes.
El  oficial  le  tendió  la  mano  con  la  palma  hacia  arriba;  se  mostró  paciente  e incluso  debimos  de resultarle graciosos a juzgar por las arruguitas que se le formaron en la piel de alrededor de los ojos.
Peter se  quitó  el  anillo  de  mala  gana  y  lo  dejó  en  la  mano  del  guardia.  Cuando  cruzó  el  arco  de seguridad, suspiró. La alarma no se había disparado, pero seguía estando molesto. Yo pasé sin ninguna incidencia, después de entregar también mi anillo. Peter seguía con cara de tensión, pero, cuando nos dejaron pasar, relajó los hombros.
—No  pasa  nada,  cariño.  Vuelve  a  estar  en  tu  dedo  —dije,  riéndome  de  su  reacción desproporcionada.

Me besó la frente y me acercó a su lado mientras caminábamos por la terminal. Cuando vi la mirada de quienes pasaban a nuestro lado, me pregunté si saltaba a la vista que estábamos recién casados, o si simplemente se habían fijado en la ridícula sonrisa de Peter, que contrastaba con la cabeza afeitada, los brazos tatuados y los músculos protuberantes.
El  aeropuerto  estaba  lleno  de  turistas  emocionados,  del  tintineo  y  los  pitidos  de  las  máquinas tragaperras y de gente que caminaba en todas las direcciones. Sonreí al ver a una pareja joven cogida de la  mano:  parecían  tan  emocionados  como  Peter y  yo  cuando  habíamos  llegado.  No  dudaba  de  que  se marcharían sintiendo la misma mezcla de alivio y aturdimiento que me embargaba en ese momento.
En la terminal, repasé una revista y toqué la rodilla de Peter con delicadeza. Detuvo el movimiento de  la  pierna  y  sonreí,  sin  levantar  la  mirada  de  las  fotos  de  los  famosos.  Algo  le  preocupaba,  pero esperaba que me lo dijera, sabiendo que lo estaba resolviendo internamente. Después de unos minutos, volvió a balancear la rodilla, pero en esta ocasión dejó de hacerlo solo, y entonces, lentamente, se dejó caer en la silla.
—¿Paloma?
—¿Sí?
Pasaron unos minutos de silencio y, entonces, suspiró.
—Nada.
El  tiempo  pasó  muy  rápido  y  parecía  que  acabábamos  de  sentarnos  cuando  anunciaron  que  los pasajeros  de  nuestro  vuelo  podían  embarcar.  Se  formó  rápidamente  una  cola,  nos  levantamos  y esperamos a que llegara nuestro turno de enseñar los billetes y cruzar el largo pasillo hasta el avión que nos llevaría a casa.
Peter dudó.
—Es que no puedo librarme de una sensación —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? ¿Tienes una mala sensación? —pregunté, repentinamente nerviosa.
Se volvió hacia mí con mirada de preocupación.
—Es  de  locos,  pero  tengo  la  sensación  de  que,  cuando  lleguemos  a  casa,  me  despertaré.  Como  si nada de esto fuera real.
Lo abracé por la cintura y le acaricié los músculos de la espalda.
—¿Eso es lo que te preocupa?
Se miró la muñeca y luego la gruesa alianza que llevaba en el dedo izquierdo.
—No puedo evitar tener la impresión de que la burbuja va a estallar y de que me despertaré tumbado solo en la cama, deseando que estés allí conmigo.
—¡Pero  qué  voy  a  hacer  contigo, Peter!  He  dejado  a  alguien  por  ti  dos  veces,  he  decidido  ir  a  Las Vegas contigo dos veces, literalmente he estado en el infierno y he vuelto, me he casado contigo y me he tatuado tu nombre. Se me acaban las ideas para demostrarte que soy tuya por completo.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Me encanta oírte decir eso.
—¿Que soy tuya? —pregunté. Me levanté de puntillas y junté mis labios con los suyos—. Soy tuya. Soy la señora de Peter Lanzani. Para siempre jamás.
Su ligera sonrisa se desvaneció cuando miró la puerta de embarque y, después, a mí.
—Voy a fastidiarlo todo, Paloma. Te vas a cansar de mis gilipolleces.
Me reí.
—Ya estoy harta de tus gilipolleces. Y aun así me he casado contigo.
—Pensaba que cuando nos casáramos tendría menos miedo de perderte, pero me da la impresión de que si subo a ese avión…
—¿Peter? Te amo. Vámonos a casa.
Levantó las cejas.
—No me dejarás, ¿verdad? Aunque sea un dolor de muelas.
—He jurado delante de Dios, y de Elvis, que estaría a tu lado, ¿no?
Su cara se iluminó un poco.
—Esto es para siempre, ¿verdad?
Levanté un extremo de la boca.
—¿Te sentirías mejor si hiciéramos una apuesta?
Los  demás  empezaron  a  rodearnos,  lentamente,  sin  perder  detalle  de  nuestra  ridícula  conversación. Como  antes,  era  consciente  de  las  miradas  curiosas,  solo  que  ahora  era  diferente.  Lo  único  en  lo  que pensaba era en que la paz volviera a los ojos de Peter.
—¿Qué tipo de marido sería si apostara en contra de mi propio matrimonio?
Sonreí.
—Un marido estúpido. ¿No te acuerdas de que tu padre te dijo que no apostaras contra mí?
Arqueó una ceja.
—¿Tan segura estás? ¿Estarías dispuesta a jugarte algo?
Lo rodeé por el cuello con los brazos y sonreí junto a sus labios.
—Me apostaría a mi primogénito. Mira si estoy segura.
Y entonces la paz regresó.
—No puedes estarlo tanto —dijo él, sin ansiedad alguna en la voz.
Arqueé una ceja y mi boca se levantó por el mismo lado.
—¿Qué te apuestas?

Fin

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Espero que les guste. Dejen sus lindos comentarios :)
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Me llamo Cielo, si quieren llámenme por mi nombre besos a todos!

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miércoles, 30 de octubre de 2013

Capítulo 73: "Cásate conmigo"


ATENCIÓN ES IMPORTANTE
Llego el triste día de que esta novela termine :') falta el epílogo y adiós "Maravilloso Desastre" Espero que les haya gustado a cada una de ustedes y gracias a esas personitas que estuvieron siempre leyendo, también a las que se engancharon tarde y sin embargo la leyeron igual :D gracias a todas por todo, AHORA VIENE AMENAZA: MAÑANA 31 DE OCTUBRE CUMPLO 17 AÑOS :D y todas las lectoras que poseen novelas DEBERÁN subir si o si :D jajajaja es mi regalo (? OK? Y AMENAZA NUMERO 2: Si quieren próxima novela sigan votando: http://casijuegosca.blogspot.com.ar/2013/10/voten-por-la-proxima-novela_29.html Aún no hay una que destaque de MUCHOS MÁS votos que las demás, continúen BESOS BESOS! Las quiero!! TOMEN MIS AMENAZAS MUY EN SERIO :D
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Novela: "Maravilloso Desastre"
Capítulo 73: "Cásate conmigo"
—Oye… Estaba pensando en Las Vegas —empecé a decir.
Él frunció el ceño, sin saber adónde quería llegar.—¿Sí?
—¿Qué te parecería volver?
Levantó las cejas.
—No creo que sea lo que más me convenga.
—¿Y si solo vamos una noche?
Miró la habitación a oscuras que nos rodeaba.
—¿Una noche?
—Cásate conmigo —dije sin vacilación.
Me sorprendió lo rápida y fácilmente que había pronunciado esas palabras.
Sonrió de oreja a oreja.
—¿Cuándo?
Me encogí de hombros.
—Podemos comprar billetes para un vuelo mañana. Estamos de vacaciones. No tengo nada que hacer mañana, ¿y tú?
—Veo tu farol —dijo él, yendo a coger su teléfono.
—American Airlines —dijo él, observando atentamente mi reacción mientras hablaba—. Quiero dos billetes para Las Vegas, por favor. Mañana. Hum… —Me miró, como si esperara que cambiara de opinión—. Dos días, ida y vuelta. Lo que tenga disponible.
Apoyé la barbilla en su pecho, esperando a que comprara los billetes. Cuanto más tiempo lo dejaba hablar por teléfono, más grande se hacía su sonrisa.
—Sí…, eh…, un momento, por favor —dijo, al tiempo que señalaba su cartera—. ¿Puedes traerme la cartera, Paloma?
De nuevo, esperó a que reaccionara. Risueña, me agaché, cogí la tarjeta de crédito de su cartera y se la  entregué. Peter dictó los números a la persona que lo atendía,  mirándome  después  de  cada  grupo.
Cuando dio la fecha de caducidad y vio que no protestaba, apretó los labios.
—Eh…, sí, señora. Los recogeremos en el mostrador. Gracias.
Me entregó su teléfono y lo dejé en la mesilla, esperando a que dijera algo.
—Acabas de pedirme que me case contigo —dijo él, todavía esperando que admitiera que era alguna especie de ardid.
—Lo sé.
—Eso ha sido de verdad, ¿sabes? Acabo de reservar dos billetes a Las Vegas para mañana al mediodía, lo que significa que nos casamos mañana por la noche.
—Gracias.
Entrecerró los ojos.
—Serás la señora Lanzani cuando empieces las clases el lunes.
—Oh —dije, mirando a mí alrededor.
Peter enarcó una ceja.
—¿Te lo has pensado mejor?
—Voy a tener que cambiar algunos papeles importantes la semana que viene.
Asintió lentamente, cautelosamente esperanzado.
—¿Te vas a casar conmigo mañana?
—Ajá.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
—¡Joder! ¡Cómo te quiero! —Me cogió ambos lados de la cara y me plantó un beso en los labios—.Te quiero muchísimo, Paloma —decía, mientras me besaba una y otra vez.
—Espero que te acuerdes de eso dentro de cincuenta años, cuando siga pegándote palizas al póquer.—Me reí.
Sonrió triunfal.
—Si eso significa pasar sesenta o setenta años contigo, cariño…, tienes mi permiso para emplear tus mejores trucos.
Enarqué una ceja.
—Lamentarás haber dicho eso.
—Apuesto a que no.
Sonreí con tanta malicia como pude.
—¿Te apostarías la reluciente moto de ahí fuera?
Afirmó con la cabeza; la sonrisa burlona desapareció de su cara y adoptó una expresión de total seriedad.
—Apostaría todo lo que tengo. No lamento ni un segundo pasado contigo, Paloma, y nunca lo haré.
Le tendí la mano, él me la estrechó sin titubear y se la llevó a la boca, dándome un tierno beso en los nudillos. La habitación estaba en silencio: sus labios al alejarse de mi piel y el aire que escapó de sus pulmones eran los únicos sonidos que oí.
—Lali Lanzani… —dijo él, mientras la luz de la luna iluminaba su sonrisa.
Apreté la mejilla contra su pecho desnudo.
—Peter y Lali Esposito. Suena bien.
—El anillo… —empezó él, frunciendo el ceño.
—Ya nos ocuparemos de los anillos después. Te he pillado totalmente por sorpresa.
—Eh… —Se apartó y me observó esperando una reacción.
—¿Qué? —pregunté, poniéndome en tensión.
—Vale, no alucines —dijo él moviéndose nervioso. Me cogió con más fuerza—. De  hecho…,  en cierto modo ya me he ocupado de esa parte.
—¿Qué parte? —dije levantando la cabeza para verle la cara. Miró al techo y suspiró.
—Vas a alucinar.
—Peter…
Fruncí el ceño cuando alargó un brazo y abrió el cajón de su mesita de noche. Palpó los objetos en su interior durante un momento. Me aparté los mechones del flequillo con un soplido.
—¿Qué? ¿Has comprado condones?
Soltó una carcajada.
—No, Paloma.
Juntó las cejas mientras hacía un esfuerzo para llegar más al fondo del cajón. Cuando encontró lo que estaba buscando, centró su atención en mí y me observó mientras sacaba una cajita de su escondite. Bajé la  mirada  cuando  puso  una  cajita  cuadrada  de  terciopelo  en  su  pecho,  mientras  se  estiraba  hacia atrás para apoyar la cabeza en su brazo.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—¿A ti qué te parece?
—Vale. Déjame que replantee la pregunta.
—¿Cuándo has comprado esto?
Peter suspiró hondo y, mientras lo hacía, la caja se elevó con su pecho y cayó cuando soltó el aire de sus pulmones.
—Hace un tiempo.
—Peter…
—Es que lo vi un día por casualidad, y sabía que solo podía estar en un sitio…, en tu perfecto dedito.
—Un día… ¿cuándo?
—¿Es que eso importa? —replicó él.
Se retorció un poco, y no pude evitar reírme.
—¿Puedo verlo? —Sonreí, sintiéndome de repente un poco aturdida.
Él sonrió también y señaló la caja.
—Ábrela.
La toqué con un dedo y sentí el suntuoso terciopelo bajo la yema.
Abrí el cierre dorado con ambas manos y poco a poco levanté la tapa. Un destello llamó mi atención y volví a cerrarla.
—¡Peter! —grité.
—¡Sabía que alucinarías! —dijo él, sentándose y poniendo las manos sobre las mías.
Sentí la caja contra las palmas de las manos; parecía una granada a punto de estallar. Cerré los ojos y sacudí la cabeza.
—¿Estás loco?
—Lo sé. Sé lo que estás pensando, pero tenía que hacerlo. Era el anillo. ¡Y tenía razón! No he visto ninguno desde entonces tan perfecto como este.
Abrí  los  ojos  y,  en  lugar  de  la  mirada azul  de  angustia  que  esperaba,  rebosaba  de  orgullo.  Con delicadeza, me apartó las manos del estuche y abrió la tapa, sacando el anillo de la pequeña rendija que lo mantenía en su sitio. El enorme diamante redondo brillaba incluso en la penumbra, reflejando la luz de la luna en cada una de sus caras.
—Es… Dios mío, es impresionante —susurré mientras me cogía la mano izquierda.
—¿Puedo ponértelo en el dedo? —preguntó él, levantando la mirada hacia mí.
Cuando asentí, apretó los labios y deslizó el anillo plateado hasta el final de mi dedo, sujetándolo un momento antes de soltarlo.
—Ahora es impresionante.
Los dos nos quedamos mirando mi mano durante un momento, igualmente sorprendidos por el contraste del gran diamante que llevaba engarzado el anillo, sobre mi pequeño y delgado dedo. La joya abarcaba la parte inferior de mi dedo y se dividía en dos partes en cada lado cuando llegaba al solitario. Además, había diamantes más pequeños engarzados en cada brazo de oro blanco.
—Podrías haber pagado un coche con esto —dije en un murmullo, incapaz de infundir fuerza alguna a mi voz.
Seguí mi mano con los ojos mientras Peter se la llevaba a los labios.
—He imaginado cómo quedaría en tu mano un millón de veces. Ahora que lo llevas puesto…
—¿Qué? —Sonreí cuando vi que me miraba la mano con una sonrisa emocionada.
Levantó la mirada hacia mí.
—Pensaba que iba a tener que sudar cinco años antes de poder sentirme así.
—Deseaba  que  llegara  este  momento  tanto  como  tú,  pero  mi  cara  de  póquer  es  increíble  —dije, juntando mis labios con los suyos.

Continuará...
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